Llegué a la conclusión de que aquel hombre por quien yo moría era,
simplemente, un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando me decidí
por dejarlo, lo vi llorar. Fue un lamento tan definido, que mis amigos se
alegraron con la idea de que el pibe me quería. Otras personas pronosticaron
que me buscaría. Yo, en cambio, me estremecí con la certidumbre de que aquel
llanto forzado era un primer indicio de la temible cobardía que lo asechaba.
Pero la lucidez de la decrepitud me permitió ver, y así lo repetí muchas veces,
que el llanto de los hombres por una mujer no es augurio de amor, ni garantía
de que está rendido a tus pies, sino una señal inequívoca de incapacidad para
el amor, para jugarse.
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